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Curso de Política y Ética para el Ciudadano Venezolano

©2013 Essay 98 Seiten

Zusammenfassung

El Curso de Política y Ética para el Ciudadano Venezolano es un breve ensayo cuyo propósito es brindarle, tanto al estudiante universitario como al ciudadano común, un conjunto de herramientas analíticas que le permitan pensar lo político por cuenta propia. Por tanto, más que pretender atiborrarle con definiciones y referencias a las obras de autoridades en las ciencias y en la teoría política, la intención del autor es mostrarle al público lo político en su ambigüedad y contingencia. No sólo es menester dar a conocer y hacer explícitos los principios que fundamentan un orden democrático liberal, sino también mostrar sus paradojas, sus problemas y sus callejones sin salida. No sólo se trata de enfatizar -como se suele hacer con frecuencia- la importancia de una conducta orientada éticamente en el ámbito de lo público para el buen funcionamiento de una democracia vigilante y deliberativa, sino también poner sobre el tapete que la moral y la ética varían con el tiempo y que no son homogéneas, pues difieren también según los estratos sociales. En consecuencia, esperar una regulación ética de la sociedad y de la política es un proyecto problemático, con pretensiones hegemónicas, y quizás también, no poco utópico. El objeto que se persigue con este trabajo es empoderar al ciudadano, en el sentido de hacerle consciente de que en la medida en que cambie sus conductas y preferencias, los políticos también cambiarán; y es de esta forma como el ciudadano puede tomar el control sobre lo público, disciplinando al político demagogo al ser capaces de reconocer tanto los peligros de esas prácticas para la democracia, como lo que verdaderamente se puede lograr políticamente. Esta combinación de métodos y objetivos hacen del Curso que el lector tiene en sus manos, a la vez un manual introductorio como una obra de teoría política.

Leseprobe

INDICE

INTRODUCCIÓN

CAPÍTULO 1 CONSIDERACIONES GENERALES SOBRE LA POLÍTICA
¿Qué es la política?
¿Cuáles son los fines de la política?
¿Qué es el poder?
¿Qué es la libertad?
¿Qué es la justicia?
¿Cuál igualdad?
Individuo y comunidad
¿Qué se puede esperar de la política? –ó los límites de la política

CAPÍTULO 2 LOS FUNDAMENTOS DE LA DEMOCRACIA
Principios e instituciones de la democracia
La soberanía popular y sufragio universal
La división de poderes y la formación de poderes públicos independientes
La constitución y el Estado de derecho
Los procesos de democratización y desdemocratización. El modelo teórico de Charles Tilly
Democracia y economía: un matrimonio complicado
Democracia y educación: una alianza imprescindible

CAPÍTULO 3 ÉTICA Y CIUDADANÍA
La ciudadanía en tiempos modernos
Dimensiones de una ética ciudadana en la modernidad

CAPÍTULO 4 LA CULTURA POLÍTICA EN VENEZUELA Y SUS TARAS
Las praxis
El paternalismo
El apadrinamiento
El clientelismo
El nepotismo
Los discursos
El bolivarianismo
El cesarismo democrático
Civismo contra militarismo
Marxismo, socialdemocracia y socialcristianismo
El pragmatismo
El socialismo del siglo XXI

CONCLUSIONES

INTRODUCCIÓN

La política ha sido considerada tradicionalmente como la expresión más genuina de la naturaleza humana; es así como la razón y la pasión –como partes esenciales del hombre- encuentran su lugar en la actividad política. Esta misma lógica nos hace pensar que, de la misma manera como la mente debe controlar nuestro cuerpo y la razón nuestras pasiones, debe prevalecer la razón en el gobierno de los hombres. Es entonces el predominio de las pasiones en la actividad política una clara señal de degeneración y perversión moral, como aquella nave que pierde el rumbo o aquella persona que pierde el juicio.

Pero este lugar común –precisamente, por ser patrimonio de todos- es objeto de distorsión, ya que naturalmente nadie se ubica a sí mismo en el lado negativo. En consecuencia, para los partidos en pugna es siempre el otro bando o la tendencia contraria la corrupta y la degenerada, mientras que la propia es la verdadera y la razonable. Justamente debido a este hecho ampliamente conocido, quizá debemos pensar que lo característico de la política, más que en su vinculación indisoluble con la naturaleza humana, ha de residir en la polarización y en la partidización. Se trata de un código que orienta las conductas y la comunicación política y que explica, en último término, por qué parece prevalecer siempre en la política la irracionalidad y el frenético y ciego fanatismo. No nos resulta extraño preguntarnos con respecto al partidario del partido o corriente política que adversamos: ¿es que está ciego?, ¿por qué no es capaz de ver lo que resulta tan claro al análisis racional?

No en balde, ha resultado una preocupación perdurable para los teóricos de la política, hallar la forma y las condiciones de producir consenso; incluso, si debe suponerse como fundamento normativo la necesidad de consenso ó la del acuerdo -el cual mantiene el disenso y considera a la otredad pero permite la acción conjunta, el respeto y la convivencia.

No en balde ha sido la retórica tan importante en la política, como instrumento para persuadir a los indecisos y convertir a los contrarios.

He aquí un estado de cosas problemático porque las posibilidades de acuerdo no están siempre abiertas, porque las expectativas de consenso puede ser asfixiantemente autoritarias y porque la apertura demasiado amplia de criterios y puntos de vista puede conducir con facilidad al caos y al desorden.

Se pueden tener visiones diversas y heterogéneas sobre el mundo y en especial sobre la política, pero es también un hecho conocido que el diálogo tiene la facultad de acercar las perspectivas y de abrir las posibilidades de acuerdo, ya que obliga a cada parte a responder a los condicionamientos y expectativas que la otra pone sobre la mesa. De modo que, si bien todo punto de vista es apreciable en su especificidad y comprensible en su necesidad, aquella perspectiva que excluya la posibilidad de conciliarse o complementarse con otras y que anule la posibilidad de comprender la otredad y de alcanzar acuerdos, conduce potencialmente a la violencia como única alternativa para la autoafirmación de la identidad del yo, negado por tal perspectiva. La violencia es la forma más radical de negación del otro, es la antítesis del diálogo, no permite la admisión del error propio ni el cambio de opinión hacia perspectivas más maduras y razonables, y cuando se retroalimenta en una espiral de odio produce escaladas que pueden llevar a la guerra civil. Tan culpable es de la violencia quien la practica, como quien la provoca por negarse a dejar abiertas otras alternativas.

Aquel punto de vista que afirma la validez de toda perspectiva resulta igualmente perjudicial, porque elimina -al cuestionarlos- los supuestos normativos que pueden servir de base a un acuerdo. Produce también un relativismo moral cuya consecuencia es el desafuero de la abusiva y peligrosa licencia, disfrazada de libertad. Cuando todo se vale, los límites son impuestos de hecho por la fuerza. Y he aquí de nuevo una situación que sin ser violenta en sí, genera condiciones favorables para su reproducción. Bajo estas condiciones quizá se produzca un tipo de violencia más nociva por irracional y aparentemente desmotivada, puesto que las justificaciones ideológicas se tornan superfluas.

Domina la opinión de la mayoría de quienes escriben sobre la política, que estos son los puntos de vista que no debemos aceptar si verdaderamente creemos en la democracia como una forma de gobierno que produce paz y prosperidad. Resulta entonces imprescindible que toda comunidad política comparta un conjunto de valores y principios que no sólo la orienten, sino que también brinden el marco de condiciones para el acuerdo y el encuentro entre distintas perspectivas. No en vano una de las condiciones fundamentales del aprendizaje democrático, ha sido la alternabilidad en el gobierno de los partidos en pugna.

Pero ¿cómo evitar que esta polaridad tan característica de la lucha política nos conduzca al precipicio? ¿Cómo impedir que destruya los valores fundamentales de una comunidad política? ¿Cómo lograr que los puntos de vista contrarios puedan acercarse y que no se arraigue la intolerancia y la negación del otro? ¿Cómo evitar que la dinámica política conduzca a las personas a un estado de ánimo tal que se desate la violencia y, en casos extremos, la guerra civil? ¿Cómo impedir que los políticos manipulen a las personas dividiéndolas en partidos y entablando luchas fratricidas? ¿Cómo lograr que sea verdaderamente el pueblo quien tenga el control de los asuntos públicos y ejerza el poder cuya titularidad detenta?

Hemos escrito este libro porque estamos convencidos que la manera de evitar todos estos efectos adversos y perversos de la actividad política, reside en la educación y formación del ciudadano. Hablamos de una formación política, en cuya labor pretendemos contribuir con esta modesta obra. Creemos, de manera ya mucho más concreta, que el medio que dispone el ciudadano común de controlar a los políticos, de evitar que jueguen con él y manipulen sus pasiones, consiste en el autocontrol y disciplina de cada ciudadano en cuanto las expectativas que se hace de la política y en cuanto a las exigencias y demandas que formula ante los políticos.

Mientras más exijamos de los políticos y mayores sean nuestras expectativas sobre lo políticamente posible, tendrán los políticos mayor control sobre nosotros y mayores posibilidades de manipularnos por nuestra fe ciega y por nuestra audaz ignorancia. En cambio, si conocemos bien cómo funciona la política y qué podemos esperar de ella, podremos disciplinar nuestras expectativas, aplomar nuestro juicio y ponderar mejor nuestras opciones, produciendo el efecto de que los políticos, al percibir el cambio de orientación de la ciudadanía, le sigan el paso intentando adaptarse a las nuevas demandas y preferencias de la gente. De esta forma, si el político observa que no obtiene respaldo popular cuando ofrece cosas que la gente sabe que difícilmente se pueden lograr, porque son objetivos palmariamente exagerados y descaradamente populistas, pues, cambiará de estrategia y ofrecerá perseguir objetivos más sensatos. Si un político divide al mundo entre buenos y malos y nos enfrenta ante la amenaza de una hecatombe mundial que sólo él puede enfrentar, ya sabrá el ciudadano políticamente educado y bien informado que se trata de una estrategia para buscar la lealtad y fe ciega de la gente, cuyas pretensiones esconden el más vulgar autoritarismo.

A un pueblo educado políticamente y bien informado, no se le puede engañar ni manipular.

Este libro pretende, más que adoctrinar y dictar cátedra sobre la política y la ética, mostrarle al ciudadano común los recovecos de la política, los dilemas, las paradojas, así como las posibles soluciones o salidas. Y es que consideramos que no se trata de la mera instrucción política de los ciudadanos; una educación política la podemos alcanzar solamente cuando cada ciudadano sea capaz de pensar por sí mismo sobre la política, formándose una opinión informada. Aunque no sea posible hacer de cada ciudadano un docto de la política, resulta bastante plausible proveer a las mayorías con ciertos rudimentos o herramientas básicas para que puedan juzgar sobre la política, y en particular, para que puedan evaluar la conducta de los políticos y evaluar su propia conducta ciudadana. Cuando cada ciudadano conoce los peligros que se ocultan tras la megalomanía y las mejores intenciones, puede decidir de manera más responsable. Solemos criticar a los políticos y culparlos por todos nuestros males, pero olvidamos que gran parte de la responsabilidad la tenemos nosotros los ciudadanos, quienes los elegimos. ¡Hagámonos responsables de nuestras decisiones y aprendamos de nuestros errores!

Le presentamos al lector una obra que es a la vez un curso sobre política y ética, que le instruirá sobre los problemas básicos de la política moderna y le invitará a pensar sobre ellos, pero que también es una obra de teoría política porque pretende influir en la realidad sociopolítica de nuestro país y propone soluciones a los problemas planteados. Es un libro escrito para el gran público, por lo que busca prescindir, en la medida de lo posible, de los academicismos convencionales en una obra de teoría política; se busca presentarle al ciudadano común los temas más relevantes en la discusión teórica sobre la política, de la manera lo más sencilla y menos técnica posible, sin restarle con ello complejidad.

Es esta también una obra producto de nuestras circunstancias históricas. Se ha escrito a causa de las preocupaciones y angustias generadas en los últimos catorce años de vida política; periodo en el cual Venezuela ha atravesado transformaciones sociopolíticas que unos juzgan favorablemente y otros repudian con vigor. Mucho se ha escrito y se seguirá escribiendo sobre esta etapa de nuestra historia, que en el futuro seguirá produciendo polémica, aunque estimo que será contemplada predominantemente como una lección histórica que no se debe olvidar. Reservamos, no obstante, el juicio histórico de este periodo histórico a otro lugar y a otros autores quienes ya han derramado tanta tinta agotando el tema.

Nuestra intención es que todos los ciudadanos venezolanos por igual, tengan las preferencias ideológicas que tengan, lean este libro. La razón es que todos por igual estamos expuestos al mismo peligro: estamos condenados a cometer los mismos errores si no aprendemos de ellos y si no sacamos las conclusiones adecuadas. Todos somos presas por igual de la ignorancia y de una desenfadada imaginación que desnuda nuestra incauta inocencia, dejándonos seducir por los cantos de sirena del más obsceno y autoritario populismo.

Nuestra advertencia, insistimos en ello, vale para todos por igual. Al ciudadano oficialista, preso de una peligrosa ilusión que como un velo le fue colocada por una persona revestida de buenas intenciones y de grandes ambiciones de poder y grandeza, quien supo ganarse sus corazones, quien quiso restaurarles su dignidad perdida, pero quien robó su libertad y su independencia e hizo mofa de su inteligencia. Al ciudadano opositor quien puede ser presa de la misma ilusión, si cree que la salida consiste en hallar y seguir a un nuevo mesías del cambio, la redención y la felicidad social. Al ciudadano indiferente porque su pasividad y permisividad le abre las puertas al despotismo, permitiendo la división de la ciudadanía en grupos, que son atacados y sometidos uno por uno mientras todos los demás observan apacibles. Y a todos ellos porque parecen ignorar que ningún fin o proyecto político por más enaltecido y loable que sea, debe sobreponerse a la democracia, a la libertad individual y a la dignidad humana.

El Estado puede perseguir legítimamente cualquier otro fin cuando ha logrado la democracia, pero ninguno de ellos es tan importante ni trae tantas ventajas como la democracia misma. La democracia puede considerarse incluso como el medio idóneo para alcanzar casi cualquier fin.

Ciertamente, la democracia no nos da de comer, pero ¿dónde quedaría nuestra dignidad si vendemos nuestra preciosa y cara libertad por un plato de comida?, ¿dónde quedaría nuestra dignidad si a cambio de un mayor bienestar material entregamos nuestra libertad y nos excusamos de pensar? Estamos hablando de que los valores fundacionales que rigen una comunidad política no tienen precio y son irrenunciables.

Fundamentalmente sobre esos valores y principios va este libro.

Hemos dividido esta breve obra en cuatro capítulos. El primero versa sobre los conceptos fundamentales de la política, así como el tema de los fines del Estado y los límites de la política. El segundo se explaya en la democracia y sus vínculos con la economía y la educación. El tercero aborda el problema de la ética ciudadana en un mundo moderno y su relación con la democracia. Y por último, el cuarto capítulo pretende resumir los principales rasgos de nuestra cultura política, que pretenden ayudar al lector a que comprenda por cuenta propia nuestra forma de hacer política, por qué hemos recorrido los derroteros que hemos recorrido y por qué caemos en los errores que hemos caído en nuestra búsqueda de la democracia.

Deseamos que a nuestro estimado lector le sea de provecho.

CAPÍTULO 1 CONSIDERACIONES GENERALES SOBRE LA POLÍTICA

Aunque todos tenemos una noción de la política, adquirida por nuestra experiencia –y más aún en el contexto altamente politizado que hemos vivido en los últimos catorce años-, poseemos también un conjunto de creencias sobre la política y de expectativas frente a la política que, en conjunto, tienden a producir efectos negativos. Y es que la política en gran medida es lo que hacemos de ella, no obstante, ha desarrollado también una estructura compleja que es posible conocer y que persiste inmunizándose frente a nuestras expectativas (o quizá también alimentándose de ellas). Si podemos entonces adquirir algunos rudimentos sobre cómo funciona la política, seremos capaces de disciplinar nuestras expectativas y sacar el mejor provecho de las potencialidades de la actividad política.

Comenzaremos este curso desde un nivel muy básico, interrogándonos sobre qué se entiende por política y cuáles son los fines de esta actividad; de seguidas, examinaremos algunos conceptos importantes en esta área vital de la acción humana, a saber, el poder, la justicia, la libertad y la igualdad. Finalmente, cerraremos este capítulo con algunas consideraciones sobre la forma en que se observa al mundo desde la política, las características de la decisión política y qué se puede razonablemente esperar de la política.

¿Qué es la política?

Ensayar una definición de la política es una empresa harto complicada. Manuales enteros se dedican al tema. Creemos, no obstante, que es posible sortear las muchas dificultades que tantos otros antes que el autor han enfrentado, si partimos de un conjunto de supuestos diferentes. La interrogante de arriba encierra una fórmula precisa y harto conocida: ¿qué es? Pero ¿qué expectativas encierra esta fórmula? ¿Qué esperamos escuchar cuando preguntamos por el ser de algo? Cuando preguntamos por el ser de algo deseamos inquirir sobre su esencia, es decir, aquello sin lo cual deja de ser, aquello que le diferencia frente todo lo demás y le hace reconocible y único. Siendo la sociedad y nuestro mundo moderno tan complejos como son, tal pretensión excede con creses nuestras posibilidades cognitivas, puesto que la sociedad exhibe relaciones estrechas y sumamente complejas entre todas sus partes, de allí que hallar la esencia de una de ellas sin dejar de implicar las demás se convierte en un nudo gordiano para el que no existe espada. Se dice, por ejemplo, que todos los fenómenos relacionados con el poder son característicos del fenómeno político, no obstante, el poder en ocasiones se escapa de los márgenes en los que lo encerramos conceptualmente. Por lo general, definimos el poder político con arreglo al monopolio de la violencia que legítimamente ejerce un Estado, pero con ello quedan marginadas formas de poder que también podrían considerarse como políticas, tales como aquellas que emergen en contextos sociales como las mafias u organizaciones criminales, en las empresas transnacionales o en la banca internacional. Ciertamente, podemos conformarnos con reconocer en el poder el quid o esencia de la política y obtener consenso en la comunidad científica, no obstante, con esto no se resuelve la dificultad.

Aunado a lo recién expuesto, también suponemos que el ser de una cosa es atemporal, puesto que lo que es, es; si deja de ser, pues, ya no es. Incluso si admitimos que el ser admite cambios y transformaciones, tal como los seres vivos que nacen, crecen y se reproducen, ¿cómo hacemos al aplicar estas metáforas en el mundo social donde no son tan obvias estas relaciones? ¿Qué tanto cambio es necesario para admitir que lo que era dejó de ser y que se está frente a algo totalmente nuevo? Estas son interrogantes que no han encontrado respuesta satisfactoria en el mundo de la ciencia.

La política, como admitíamos arriba, llega a ser lo que la gente hace de ella. Por ende, la política en nuestros tiempos modernos no es igual a la de los antiguos romanos, por ejemplo. Los tiempos cambian, y con ellos, nuestras costumbres, nuestras expectativas, nuestras instituciones, nuestro lenguaje, en fin, todo cambia. ¿Cómo salir de estas arenas movedizas? ¿Dónde hallar terreno firme? Concretamente, ¿cómo definir a la política –y específicamente a la política contemporánea?

La cuestión está, justamente, en huir de las definiciones, puesto que delimitar un ámbito de la realidad nos enfrenta a un dilema: si lo ampliamos demasiado es inútil porque ofrece pocos criterios discriminatorios, abarcándolo casi todo; si lo reducimos demasiado se le escapan aspectos que se nos antojan importantes (a partir de los criterios que sean y que pueden variar según las teorías con las que se trabaje) que se hace menester incorporar; y finalmente, si logramos un equilibrio entre ambos extremos, la velocidad del acontecer y la dinámica de las transformaciones sociales amenazan con dejar desactualizada nuestra definición.

Algunos, por ejemplo, han optado por identificar fenómenos estrictamente políticos que se distinguen de fenómenos que en esencia no son políticos, pero que son susceptibles de ser politizados1. Así pues, por poner un caso, unas elecciones presidenciales se tratan de un fenómeno típicamente político, mientras que la promoción de un triunfo deportivo en el escenario político por parte de alguno de sus actores, sería considerado como un fenómeno politizado. Esta distinción puede antojarse bastante útil, pero quizá es más lo que nos oculta que lo que nos revela. Vale notar dos cosas: primero, con esto no se resuelve la dificultad de determinar la esencia de lo que es político, muy al contrario, con esto se nos llevaría a ensayar una clasificación de múltiples fenómenos sociales en función del criterio de su carácter de imprescindibilidad para lo político; segundo, es posible notar que pocos son los fenómenos estrictamente políticos y muchos más los politizados. He aquí el indicio de que la política debe cumplir una función social, en tanto absorbe o incorpora elementos de su entorno social, es decir, los politiza al incorporarlos y los despolitiza al abandonarlos.

La solución reside, entonces, en determinar si la política constituye un ámbito bien diferenciado de la actividad social y juzgar, a partir de la relación de la política con otros ámbitos de la sociedad, cuál es la función que cumple en relación con el todo. La primera tarea no presenta grandes dificultades. Resulta evidente que la política es una actividad humana palmariamente distinta de la ciencia, la religión, la economía, los medios de comunicación, el mundo del espectáculo, de la moda, entre otros. Ciertamente, la política entra en relación con todos ellos y éstos también se vinculan con la política. Pero justamente dos o más cosas pueden relacionarse porque en principio son diferentes, de lo contrario no podría hablarse de relación ¿Dónde residen entonces las diferencias?

Podemos reconocer que la política –sin ánimo de exhaustividad- tiene instituciones características como aquellas que constituyen el Estado, que despliega praxis sociales específicas como la búsqueda de acuerdos colectivos, e incluso que cultiva una jerga muy particular, la cual por encima de muchas otras cosas, la hace reconocible frente a otros campos sociales. Ahora bien, ¿qué servicio le presta la política al resto de la sociedad?, ¿cómo se vinculan estos elementos propios de lo político que hemos nombrado –incluido el poder- con el resto del entramado social? ¿Con qué propósito se politizan fenómenos sociales desde la educación de nuestros hijos hasta la distribución de los ingresos por parte del mercado?

Habremos de coincidir en que la política contemporáneamente, sea la forma en que se la practique y en el país que sea, implica el que exista una instancia dentro de la sociedad que sea capaz de tomar decisiones que vinculen a un colectivo o a un todo, sea como sea que éste se defina. De hecho, la delimitación de cuál es ese colectivo y la generación de identidades para cohesionarlo e integrarlo, representan una preocupación sempiterna de la actividad política. El cumplimiento de esta función depende de la disposición de una capacidad de acción específica, denominada poder (tema que abordaremos más adelante). Es de esta manera que la política adquiere relevancia y notoriedad en otros ámbitos de acción social como la economía, el derecho, la ciencia, e incluso, a un nivel micro, en la familia -o si queremos ir más allá, a través de la toma de decisiones vinculantes colectivas es como la política entra en relación también con el propio individuo.

En resumidas cuentas, la política cumple la función social de mantener la capacidad de la toma de decisiones vinculantes colectivas.

¿Cuáles son los fines de la política?

Muchos han sido los fines de la política a lo largo de la historia, pero todos ellos tienen mucho en común: se trata de principios o valores ampliamente aceptados por la sociedad. Podemos afirmar con holgura, que el fin con el que se ha asociado la actividad política es la persecución del bien común o el de la felicidad de todos.

Hay que reconocer, no obstante, que puesto que la política se encarga de tomar decisiones que comprometan a toda la sociedad, en ella reside la capacidad de fijar objetivos que la sociedad desea alcanzar y perseguirlos –objetivos que siempre se legitimarán como benéficos para todos. Así pues, podemos decir que la política tiene un fin general e inmutable que es procurar el bienestar general y, otros objetivos específicos, que varían según la circunstancia histórica y los anhelos y necesidades concretas que experimenta la sociedad. Ambos tipos de objetivos tienden a concebirse en armonía.

Sin embargo, esas palabras como bien común, bienestar general y felicidad encierran cada una connotaciones distintas, es decir, no son exactamente equivalentes, y por ende, despiertan expectativas diferentes en cada uno de nosotros. El bien común, por ejemplo, puede asociarse con la justicia y el equilibro social, mientras que el bienestar general parece acaparar connotaciones materiales, es decir, que el bienestar general está asociado a la garantía de un nivel de vida aceptable; y por último, la felicidad encierra tantas connotaciones subjetivas que es difícil determinarla.

Pero independientemente de estas diferencias semánticas, parece claro que invariablemente hoy en día el bienestar o la felicidad están asociados con lo material, es decir, con la garantía de un sustento económico que permita una vida digna. De allí que una proporción importante de las decisiones vinculantes colectivas se concentren en la redistribución de los recursos, así como en la administración de recursos públicos creados para satisfacer necesidades colectivas.

No es de extrañarse entonces que la política moderna sea ampliamente vulnerable a los vaivenes de la economía, y por ende, que se concentren cada vez mayores esfuerzos en controlarla y manipularla, sobre todo, a la hora de evitar sus efectos negativos como las crisis financieras y la recesión económica. No es de extrañarse tampoco que la gente tienda a evaluar el desempeño de sus funcionarios públicos, especialmente el del primer magistrado, en función del bienestar económico que se disfrute bajo su gobierno. En países como el nuestro, donde la desigualdad social es amplia, el criterio evaluativo es la forma y grado en que se redistribuya la riqueza en periodos de bonanza, así como la medida en que se mantengan o incluso en que se generen nuevas políticas públicas para el auxilio de los miembros más vulnerables de la sociedad, en periodos de crisis.

Este estado de cosas ejerce una presión muy grande sobre la política, y particularmente, sobre los Estados nacionales. Exige, por una parte, que los Estados a través de sus Bancos centrales socorran a la banca privada cuando se presenta una crisis, y por otra, obliga a los Estados a procurarse medios para contraer deudas cada vez más grandes para cumplir con las exigencias de bienestar de la sociedad. Naturalmente, no cualquier Estado está en capacidad de socorrer a su banca privada, ni mucho menos en capacidad de sostener el sistema financiero global; sólo unas pocas potencias pueden permitírselo: rescatan los sectores estratégicos de la banca y someten al resto de los Estados a medidas de austeridad con el objeto de hacerles pagar sus deudas.

He aquí cómo el poder político en la actualidad se expande allende las fronteras del Estado nacional, al tiempo que rompe los tradicionales marcos de la violencia legítimamente organizada. Las relaciones entre Estados acreedores y deudores, así como entre Estados y organizaciones internacionales o grandes bancos, son sin duda relaciones de poder. Ningún Estado quiere comprometer su capacidad de endeudamiento a futuro, por lo que negarse a pagar nunca es la primera opción. Renegociar la deuda y emitir bonos (que no es otra cosa que una promesa de pago con la cual se puede negociar y especular) es la solución más corriente pero también la más riesgosa, puesto que, a fin de cuentas, implica hipotecar el futuro de la nación.

Rápidamente llega uno a la conclusión de que la garantía del bienestar general, por más que se trate de un objetivo compartido por la política en todos los Estados del mundo, es una meta que no está al alcance de todos. Esto hace que las críticas anti-sistema se vuelvan sintomáticas, pero siempre reactivas y nunca efectivas. Muy al contrario, las ideologías anti-capitalistas terminan por hacer crecer al Estado, incrementando sus gastos, y por ende, sus deudas. La ideología sólo sirve para legitimar la negación del pago de las ya contraídas y hallar la manera de contraer unas nuevas (lo que más temprano que tarde implica una renegociación de las deudas contraídas). Y es que un Estado que gaste menos no puede remediar la desigualdad social a través de la redistribución de la riqueza.

Se ha intentado hacer propaganda en contra del consumismo con el objeto de transformar las expectativas sociales de lo que define la buena vida o el bienestar; quizás también, a más corto plazo, con el objeto de reducir la demanda agregada y con ello la peligrosa inflación. No obstante, poco éxito ha tenido tan quijotesca empresa. En realidad, las expectativas sociales de lo que constituye el bienestar están prácticamente estandarizadas alrededor del planeta –podemos decir, gracias a la globalización, a la macdonalización del mundo, etc.: vivienda propia, auto propio, acceso a la educación, acceso a los servicios médicos y de salud, trabajo estable y bien remunerado y disponibilidad de tiempo para el ocio. Por otra parte, la publicidad logra que el más ferviente chavista o socialista llegue a codiciar el último iphone o algún otro artículo de tecnología. Es irónico, incluso, contemplar como el Che Guevara y ahora el difunto Hugo Chávez, se han convertido en trademarks registradas: álbumes, fotos, gorras, franelas, afiches, banderas, tazas, etc., se venden en kioscos y tiendas, aunque predominantemente por los buhoneros en las calles. Podríamos llamar a esta ironía la carcajada del capitalismo.

En resumidas cuentas, los fines de la política moderna la hacen depender en demasía de la economía y de sus inestabilidades inherentes. También se hace palmario que la consecución de tales metas no es alcanzable en la misma medida para todos los Estados del planeta, incluso, en algunos casos no son siquiera plausibles –como es el caso de los Estados más pobres. Quisiera enfatizar, de nuevo, que la tendencia de los Estados al endeudamiento es provocada por los fines que la política en todas partes del mundo se propone alcanzar, por tanto, poco ayuda achacar la responsabilidad a un gobierno determinado que contrajo la deuda o a un sistema capitalista injusto. El dilema está en que todo Estado para cumplir con los objetivos que se propone debe endeudarse, y son los Estados pobres los que peores posibilidades tienen de honrar sus deudas a la vez que crece la necesidad de contraer otras nuevas.

¿Tiene solución este problema? Esa es la gran interrogante de nuestros tiempos. Si lo observamos con detalle se nos presenta como un dilema: garantizar el bienestar material para todos los habitantes del planeta ó influir en la psique de los habitantes de cada nación, para consideren atractivas y deseables las condiciones de vida que puede alcanzar en su país por más paupérrimas que sean. Ambos extremos se nos antojan igualmente utópicos.

¿Qué es el poder?

Nos enfrentamos de nuevo ante la dificultad de descubrir la esencia de un fenómeno, y tal como hemos hecho antes, eludiremos una definición en favor de establecer la relación entre lo que nos ocupa y el resto del entorno social. Así pues, cuando hablamos de poder hablamos de un tipo especial de relación social en la que dos partes orientan su conducta en función de una alternativa que ambos consideran indeseable, a saber, la imposición de una sanción. La posibilidad de imponer una sanción no implica automáticamente legitimidad para imponerla, se trata sin más de la disponibilidad de medios de coerción, bien sea la violencia o la posesión de algo que el otro necesita, con el objeto de alterar la conducta del otro en la dirección deseada. Imponer una sanción no es el objetivo del poder, sino hacer que el otro se comporte de cierta manera, en términos llanos, que obedezca. Por tanto, la sanción es una alternativa indeseable para ambas partes cuyo objeto es condicionar la acción social. En estos términos, se trata de un fenómeno ampliamente difundido en la sociedad y sin el cual no habrían sido posibles ni la vida en las ciudades, ni la aparición de grandes civilizaciones.

El poder no es algo que se posea, es una posibilidad de acción de la cual se dispone bajo determinadas circunstancias. La política como actividad humana ha sido el campo social en el que se han concentrado y monopolizado estas posibilidades y circunstancias. Es así como ha surgido históricamente una organización que ha monopolizado el control de las armas en un territorio determinado, al cual llamamos Estado. El Estado al monopolizar la violencia establece un orden de facto, el cual se va estabilizando en la medida en que la garantía de paz y justicia, bajo la cual se hace aceptable socialmente, exige la formación de un sistema jurídico. A medida que la sociedad crece y se vuelve más compleja, el Estado asume más funciones que las de garantizar la paz y la justicia, con la consecuencia de que emerge un aparato burocrático que cumple distintos objetivos y que asigna tareas y funciones a distintas partes de su estructura, es decir, crea una estructura de cargos. Surge entonces, a partir de este complejo proceso histórico, el poder político.

El poder político en nuestro mundo actual está organizado en Estados nacionales que tienen un ordenamiento jurídico propio, un territorio claramente delimitado y una población. Estos Estados son reconocidos por otros Estados, es decir, se reconocen mutuamente y se tratan como iguales, pasando a integrar una comunidad internacional. Internamente, las estructuras organizativas de los Estados son muy variopintas: algunos están centralizados, otros tienen una organización federal y algunos otros una mezcla entre ambos.

Los instrumentos del poder son bastante amplios en nuestros tiempos. Más allá de las fuerzas de seguridad, los Estados modernos disponen de un complejo sistema de justicia y, en cada vez mayor medida, ejercen su poder dirigiendo los recursos públicos hacia un sector de la sociedad en detrimento de otros. Así pues, en ocasiones los gobiernos ignoran a los más perjudicados por los embates de la economía, y favorecen la acumulación de capital en manos de unos pocos; y en otras ocasiones obstaculizan la acumulación de grandes capitales, en favor de una política que le garantice el apoyo de las masas depauperadas. Las situaciones de equilibrio parecen estar excluidas para los países pobres, condenados a oscilar entre ambos extremos.

Esta realidad nos obliga a considerar que el modo más común de instrumentalización del poder es la política pública2. Ahora bien, una política pública exige la identificación de un problema, la selección de una estrategia para resolverlo y el seguimiento de los resultados para corroborar si efectivamente se consiguió solventar la situación problemática detectada. De modo que, por su propia naturaleza selectiva, una política pública es limitada en su rango, en su espacio de acción y –esto es muy importante- en su presupuesto; lo que trae como consecuencia necesaria que siempre existan sectores favorecidos por la política y otros, que si bien no son perjudicados (lo que en ocasiones puede ocurrir, sobre todo cuando se trata de redistribuir recursos), son excluidos. Este estado de cosas exige la coordinación de los distintos niveles de acción estatal (local, regional y nacional) lo que pone a prueba la eficacia de la estructura administrativa de los Estados, dejando mal parados a la gran mayoría.

Por otra parte, la necesidad de simbolizar el poder ha persistido a lo largo de la historia. Banderas, himnos nacionales, uniformes, desfiles militares, procesiones de las autoridades políticas en lugares públicos, ceremonias, etc. Lo decisivo es que el poder siempre debe representarse, hacerse visible, engalanarse, no sólo con el objeto de revestir de dignidad y autoridad a quienes ocupan los más altos cargos públicos, sino primordialmente para manifestarse, para hacerse patente como una fuerza social efectiva.

Así pues, la organización, la instrumentalización y la simbolización del poder son tres dimensiones esenciales para contemplar la forma y manera en la que el poder político extiende sus tentáculos por el tejido social, aferrándose fuertemente a él, pero al mismo tiempo creando relaciones sociales que son típicamente políticas y que, por tanto, no tienen correlato en ningún otro ámbito social.

Es mucho lo que se puede lograr con el poder político en los modernos Estados con grandes presupuestos y un impresionante aparato administrativo. Tal es la razón por la cual el tema de los límites que se le deben fijar al poder político, constituye una preocupación duradera de los teóricos políticos. Esta preocupación ha marcado justamente al moderno constitucionalismo, a saber, una constitución no sólo establece la estructura del Estado y señala las formas de su funcionamiento. Más allá de eso, el objetivo de una constitución es el establecimiento de garantías individuales y de pesos y contrapesos que limiten el poder y prevengan su abuso.

Los presupuestos de esta idea nos son harto conocidos, no obstante, parece que gran parte de los venezolanos los hemos olvidado. Así que vale la pena que nos detengamos en este punto y reflexionemos sobre la importancia que tiene embridar al poder.

Bien conocidas son las figuras de Montesquieu y de Lord Byron como defensores de este lugar común del credo político moderno: el primero alegando en favor de la necesidad de dividir al poder, mientras que el segundo advierte el potencial corruptor del poder ilimitado. Pero, ¿por qué llegaron estos hombres a sendas conclusiones?

La respuesta sencilla es: a través de la experiencia histórica. Es proverbial la incapacidad del hombre de aprender de los errores del pasado. Cuando se nos habla de un tirano o de un déspota parece que se nos viene a la mente la imagen de Jerjes en la película 300, quien con un látigo aflige sin piedad a sus desesperanzados lacayos. Cuando se nos habla de un dictador, se nos viene a la mente un militar paranoico que lidera un Estado policial donde la gente vive con temor y en silencio. De modo que cuando algunos definen la situación política actual como marcada por la tiranía y la dictadura, muchos rechazarán tal definición, descalificándola como exagerada. La verdad es que estos son los casos en los que el poder de esos sistemas de gobierno se encuentra en franca decadencia. No se trata sino de los estertores de un sistema autoritario. El vigor del poder reside en el momento en el que la gente sigue al gobierno por convicción propia, por ende, las amenazas del poder a nuestra libertad individual, a nuestras personas y a nuestros bienes, incluso a nuestra dignidad y a nuestra libertad para expresarnos y disentir, se esconden en la promoción de un fin social que supuestamente garantizaría supremamente el bien común, pero cuyo logro exige liberar al poder político de todos los obstáculos que se le imponen (se habla pues, invariablemente, del capital, de las élites políticas, de los burgueses, de los leguleyos y de los lacayos del imperio, pero al final del día se trata de la misma cosa: poner todo el poder del Estado al servicio de un solo fin, sin limitación de ningún tipo). He aquí la tiranía, el despotismo o la dictadura en su forma más vigorosa y peligrosa; de ello la historia brinda abundantes e incontables ejemplos.

Pero también estos hombres llegaron a aquella conclusión porque se dieron cuenta que ningún fin social o colectivo debía prevalecer sobre la libertad individual. Así que conviene preguntarse qué es la libertad y cuál es su importancia para la política.

¿Qué es la libertad?

La libertad, como muchos otros conceptos, no es permanente e indefinidamente, por el contrario, se predica en gerundio, hablamos de un siendo. Dicho de otra manera, la libertad se entiende y se ha entendido históricamente de muchas maneras; ha obtenido distintas valoraciones y ha sido más o menos apreciada en las distintas culturas que integran la humanidad. No obstante, existe un núcleo básico persistente y reconocible de todo discurso en torno a la libertad (al menos en su evolución en el seno de la cultura grecorromana): se trata de la ausencia de dominio. ¿Qué se quiere decir con esto?

Libre es un adjetivo que se predica de aquella persona que es capaz de disponer de sí mismo con arreglo a su propia voluntad; que no es propiedad de nadie sino de sí mismo. Naturalmente, el contra-concepto de libertad es la esclavitud. Esto es muy obvio, pero ¿qué significa la libertad política?

Existe una amplia literatura sobre el tema que aturdiría al público no especializado. Así pues, en aras de simplificar adoptaremos una definición republicana, cuya importancia en la teoría política moderna ha sido recientemente subrayada por un reputado historiador.

El concepto de libertad política emerge en el seno de una forma de gobierno republicana la cual tuvo su auge en la Italia medieval, es decir, una comunidad política autónoma cuyos miembros son iguales jurídicamente entre sí y se denominan ciudadanos; éstos se dan sus propias leyes y eligen a sus propias autoridades, en resumidas cuentas, practican el autogobierno; la libertad republicana consiste entonces, en la participación activa de los ciudadanos en los asuntos de interés colectivo, bien sea tomando parte en las deliberaciones, contribuyendo con los impuestos o en la defensa de la ciudad u ocupando cargos de elección popular, así como en el goce de los privilegios y beneficios que brindaba el autogobierno; estas relaciones se resumen en el supuesto de que la libertad se fundamenta en el amor a la ley. Así pues, la libertad republicana es dual, por una parte contempla un ordenamiento jurídico que garantiza la libertad individual (libertad para hacer negocios, adquirir propiedades, contraer matrimonio, para asociarse, para deliberar sobre asuntos de interés colectivo, etc.) de sus miembros, y por otra parte, exige la participación y compromiso público de todos sus ciudadanos. Ambas columnas de la libertad sostienen todo el edificio republicano, puesto que desde el momento en el que los ciudadanos pierden interés por los asuntos públicos, se pervierten las costumbres y la república pasa a ser dominada por una camarilla que acaba con las libertades cívicas, o bien corre la ciudad el riesgo de caer en manos de una potencia extranjera que la somete y esclaviza a todos sus miembros.

Hablar de libertad republicana hoy en día, no obstante, está lejos de ser una tarea exenta de dificultades. En una ciudad medieval era palmario el peligro de caer en manos de una monarquía feudal, pero en el mundo contemporáneo donde están garantizados los derechos humanos en un ordenamiento jurídico de validez internacional, donde las formas brutales de represión son mucho menos comunes, donde la privativa de libertad exige un juicio formal donde se demuestre la culpabilidad del acusado con referencia a las leyes vigentes establecidas, donde está garantizada la libertad de expresión -tanto constitucionalmente así como a través de distintas plataformas tecnológicas-, entre otros elementos; en un mundo como el nuestro, digo, las amenazas a la libertad política parecen menos evidentes. Tanto es así que la gente más que preocuparse por la libertad política, se preocupa por obtener algún beneficio económico de los programas del Estado, o si pertenece a una clase pudiente, se preocupa por hacer dinero y disfrutar de la buena vida.

Esto tiene serias consecuencias para aquella forma de gobierno de la cual tanto cacareamos y que tanto defendemos, pero que apenas comprendemos: se trata de la democracia. Justamente, debido a tal descuido y olvido que hacemos de la libertad, teóricos de la política han insistido en rescatar el republicanismo. Ahora bien, ¿cómo se puede ser republicano hoy en día? La repuesta no es obvia ni fácil. Ser republicano implica aspirar a la virtud, lo que nos obliga a vincular la ética con la ciudadanía. Pero sobre esto volveremos más adelante, ya que nos desviaría del tema. Por el momento sólo hemos de constatar que la libertad política ha perdido la relevancia de otrora; sin embargo, no sería del todo correcto afirmar que ya la libertad no sea importante, más bien se trata de que la política mundial ha evolucionado, generando trasformaciones que desarticularon la antigua definición republicana de libertad. Veamos.

La libertad de cada Estado, que llamamos también soberanía, es ampliamente reconocida y está establecida en un ordenamiento jurídico internacional. Es cierto que aún hoy en día los Estados amenazan la soberanía de otros Estados, pero ya no existen conquistas ni anexiones; las intervenciones militares se limitan a sustituir un gobierno por otro, cuidándose siempre de hallar motivos legítimos para la acción, así como procurando contar con el apoyo de la comunidad internacional -o al menos de aquellos de sus miembros con mayor peso político. En efecto, el orden internacional no es óptimo ni justo, pero es mucho más estable y justo de lo que ha sido en el pasado.

Algunos Estados han ubicado contemporáneamente las amenazas a su libertad en el imperialismo, el capitalismo o el intervencionismo. Fundamentalmente en América Latina, somos testigos de la afirmación de varios gobernantes que han emprendido una segunda guerra de independencia: con la primera se alcanzó la libertad política, ahora se aspira a conquistar la libertad económica. Este proyecto entraña graves amenazas contra la libertad política, puesto que, como hemos subrayado arriba, cuando todo se sacrifica a un fin, el individuo es aplastado por todo el peso del Estado y no hay nada que pueda hacer para reparar los atropellos de los que es objeto.

Por otra parte, se ha impuesto globalmente un tipo de constitucionalismo liberal, que prescribe como rol del Estado la defensa de los derechos subjetivos de los ciudadanos. La consecuencia de esto ha sido que el lenguaje de los derechos ha opacado la existencia de deberes cívicos, dicho en términos llanos, el ciudadano sólo recibe beneficios del Estado pero no se siente obligado a prestar ninguna contribución en retorno –incluso la forma más corriente de contribución, como son los impuestos, son percibidos muchas veces como una exacción, o bien, como un amargo deber. La libertad ha quedado reducida entonces a la mera libertad negativa, es decir, a la posibilidad de hacer todo aquello que no se encuentre prohibido por las leyes. De este modo, el ocio ha ocupado el lugar de los negocios públicos, esto es: los ciudadanos persiguen fines personales y el rol del Estado se ha llegado a concebir como el de garantizar que los individuos puedan alcanzar sus metas particulares, eliminando obstáculos que tengan su origen en la desigualdad, en la discriminación o a causa del abuso de poder por parte de los organismos del propio Estado. Los derechos políticos reconocidos a la ciudadanía (tales como la libertad de expresión, el voto universal directo y secreto, la libertad de asociación, entre otros), pasan a ser concebidos como los canales a través de los cuales los individuos manifiestan sus intereses privados y luchan por hacerlos valer en las esferas de decisión pública.

De lo dicho se desprende una consecuencia importante: la ciudadanía ha quedado desvinculada (naturalmente, bajo esta concepción política liberal que ha resultado ser hegemónica) de los fines del Estado, a saber, el bienestar general. Ahora el Estado es el único responsable de la consecución del bienestar general, mientras que la ciudadanía busca alcanzar sus intereses particulares. Es por esta razón que la libertad política ha perdido vigencia hoy en día; la libertad para el individuo moderno consiste en las posibilidades que tenga a su disposición para alcanzar su propio bienestar. No es de extrañar entonces que la libertad sea asociada fundamentalmente con la libertad económica y con la libertad de albedrío. Podríamos decir que la libertad moderna ha dejado de ser política, para convertirse en sólo uno, entre otros derechos, garantizados constitucionalmente.

No obstante, la libertad política sigue siendo importante hoy en día, tanto más por cuanto múltiples amenazas se ciernen sobre ella. Al olvidar los ciudadanos el valor y significado de los derechos políticos y garantías individuales que generaciones anteriores han ganado con sus luchas, se exponen a perderlas entregándoselas incautamente a aquel político que prometa saciar la sed de bienestar de las grandes mayorías. Aunque existan instituciones que protejan la libertad individual cuyos círculos de acción sobrepasan los límites del Estado nacional, aún nada puede oponerse a la voluntad popular secuestrada o seducida por un demagogo. ¿Qué ocurre cuando en nombre de la democracia y de la libertad, el pueblo decide sacrificar justamente la democracia y la libertad a favor de un fin determinado?

La libertad individual constituye un elemento central dentro de la libertad política. Puede entenderse la libertad individual como la ausencia de restricciones para que cada persona despliegue sus capacidades personales y persiga sus propios fines. Se trata de una definición de libertad compatible con la desarticulación entre el ciudadano y el Estado, de la cual hemos hecho mención. No obstante, esta concepción de la libertad sigue siendo importante, fundamentalmente porque nadie definiría como libertad subsumirse a los fines de una entidad social determinada sin que importe su propio consentimiento o parecer. Es por ello que la libertad individual constituye el elemento central de la libertad política, siendo su manifestación más evidente la libertad de opinión o de expresión, es decir, la posibilidad de disentir abiertamente; y no sólo ello, sino también de ser escuchado y de que se tomen en cuenta las opiniones de la ciudadanía para tomar decisiones vinculantes colectivas. Volveremos sobre esto al hablar de democracia.

La libertad política, en otro orden de ideas, no sólo consiste en la participación política, tanto a nivel de gobierno local, como a través del sufragio. Aquellos son sin duda elementos importantes, pero vigilar la independencia de los poderes públicos lo es aún más. Es esto lo que puede impedir que toda la maquinaria del Estado se vuelque a la persecución de un fin determinado y sacrifique -en un arrebato pasional tan típico en la conducta política de las masas- las libertades individuales; es esto lo que ofrece la posibilidad de que aquel que disiente será escuchado y que si es lesionado en sus derechos por la comunidad, obtendrá reparo o compensación. Es la división de poderes la que garantiza un verdadero equilibrio; que las mayorías no atropellen a las minorías, ni viceversa. Es esta disposición institucional lo que garantiza la justicia en un Estado y en una sociedad.

Sobre la justicia, precisamente, hablaremos a continuación.

¿Qué es la justicia?

La justicia es un valor esencial en la política. El hombre podría aceptar vivir sin libertad, pero si siente que no existe justicia súbitamente se rebela; de serle imposible rebelarse, se resiste pasivamente; pero, invariablemente, no existe hombre que soporte vivir bajo un orden político que considere injusto -o cuyas injusticias le afecten al grado de no poder gozar de ninguna ventaja.

La sabiduría helena nos ha legado el lugar común de que la justicia consiste en dar a cada quien lo que le corresponde. Pero no es esta una cuestión sencilla, ¿qué es lo que le corresponde a cada quien?, ¿en qué ocasiones? y ¿por qué? Estamos hablando aquí de una pretensión o de un derecho que una persona exige con la convicción de que está en lo correcto al exigirlo, de que le corresponde legítimamente, y que no encuentra ni razonable ni aceptable que se le prive de él. La justicia no es una esencia, no se nos revela a la luz del entendimiento diáfana y majestuosa; no es algo que se pueda descubrir como se descubre una partícula atómica. Tras el concepto de justicia existen no más que pretensiones de satisfacción de demandas a las cuáles se cree que se tiene legítimo derecho, por tanto, impartir justicia siempre implica partir de supuestos sociales aceptados, para mediar entre distintas y variopintas pretensiones de obtener reparos frente a una ofensa o frente a un daño sufrido, pretensiones de disfrutar de algún bien, status o derecho.

La justicia, según el lugar común que seguimos, implica también la existencia de una tercera parte que dirima el conflicto. No se dice que cada quien obtenga lo que le corresponde, sino dar a cada quien lo que le corresponde. ¿Quién es ese entonces que da? Ése es el Estado. La administración de justicia -junto con la capacidad de legislar- ha sido históricamente la principal facultad de la soberanía, dicho de otra manera, la máxima autoridad dentro de una sociedad ha tenido usualmente como principal objeto el impartir justicia. La justicia está asociada íntimamente a los fines de la política y del Estado, por cuanto no es posible ni el bien común, ni la felicidad, ni el bienestar general si ésta no existe.

La justicia detenta una estrecha relación con la moral, es decir, con lo considerado estimable por una sociedad, con aquellos criterios que separan lo bueno de lo malo. No obstante, pueden diferir demasiado las pretensiones de justicia entre los miembros de la sociedad, como para poder obtener un baremo más o menos objetivo del cual se pueda servir el Estado para administrar justicia, de igual forma, las normas morales cambian con los tiempos por lo que tampoco brindan un apoyo determinante. Por tanto, el Estado debe crear unas normas objetivas para administrar justicia; he aquí el origen de las leyes positivas.

Ahora bien, la ley escrita -legítimamente puesta en vigor por los órganos competentes y que es considerada como emanación de la voluntad general- no es necesariamente en sí y por sí la encarnación de la justicia. A través de la ley positiva vigente se han cometido atropellos contra la libertad y la dignidad humana; en la Alemania nazi millones de personas fueron sistemáticamente perseguidas, enclaustradas y eliminadas bajo procedimientos judiciales estrictamente legales. Así pues, es necesario asegurarse de que en el proceso de formación de la ley se respeten ciertos principios. He aquí que la ley se fundamente en la costumbre, la moral, las tradiciones de decisión jurídica o jurisprudencia y los derechos humanos. Son estos apoyos axiomáticos los que brindan cierta garantía de que la ley servirá para impartir adecuadamente justicia y no como instrumento de un poder opresivo.

Para que la ley positiva no se convierta en un instrumento de poder al servicio de los intereses de unos pocos, es necesario que exista un árbitro. Así pues, del mismo modo que el Estado sirve de árbitro entre los ciudadanos, debe existir una instancia pública que sirva de árbitro entre el legislativo y los individuos, así como frente a otros poderes públicos como el ejecutivo. Este es el poder judicial. Tenemos entonces que la división de poderes, como hemos afirmado más arriba, es una garantía de libertad y de justicia. Nuestra libertad individual, la existencia de un orden político justo, depende de la vigilancia y mantenimiento del equilibrio entre los poderes públicos; de ello depende la salud de una auténtica democracia.

Pero en un momento histórico en el que la libertad política ha perdido significación, la justicia en el sentido descrito -al convertirse en algo obvio, en un logro consolidado- pasa a ser concebida también en sentido económico, con la consecuencia de que se pone en riesgo aquello que se consideraba logrado. Algunos hablan tautológicamente de justicia social; la justicia obviamente es social porque es un fenómeno social y no natural o de otra clase. Lo que ocurre es que la palabra social ha adquirido una connotación exclusiva y restringida en el discurso político contemporáneo –sobre todo en América Latina y, fundamentalmente, por boca de aquellos que se identifican como socialistas o progresistas. Lo social se refiere entonces predominantemente a los pobres, así pues, cuando se habla del tema social se está hablando de la desigualdad, y por tanto, de la pobreza.

Los pobres exigen su derecho al bienestar, reniegan de su estatus de pobres y perciben como injustas las condiciones de vida a las que se han visto relegados en la sociedad. Y ¿quién debe satisfacer estas demandas? El todopoderoso Estado. El asunto de la pobreza ya no es un tema de caridad patrocinado por la Iglesia, se trata de un asunto público de la más alta importancia –y no sin razón. La cuestión es, ¿qué debe hacer el Estado para remediar esas injusticias sin cometer otras injusticias? Hay que notar que, a diferencia de un crimen, no hay nadie a quien culpar en este caso, empero, la comunidad en conjunto (o las clases sociales más beneficiadas) debe asumir la reparación o compensación. Esto hace que este tipo de justicia sea distinto de la justicia tradicional. Entonces la discusión discurre sobre las pretensiones de cada clase social, unas, a defender y conservar las riquezas que han adquirido, y las otras, a exigir un alivio frente al círculo vicioso que las envuelve y atrapa en su condición depauperada.

No existe una moral mejor que otra, a cada posición le amparan argumentos que pueden reputarse justos, por tanto, no tiene sentido embarcarse en una discusión ética sin fin sobre si los principios morales de los pobres son superiores a los de los ricos. El punto no es ese, más bien, la cuestión trata del deber del Estado de decidir entre dos pretensiones enfrentadas, lo que le obliga a elegir también entre criterios de decisión, cuyo carácter dependerá de los fines específicos que persiga el Estado en determinado momento histórico. La consecuencia de esto es que toda decisión vinculante colectiva favorece a unos, afecta a otros e ignora al resto.

El problema de la tan mentada justicia social nos obliga a considerar el tema de la igualdad.

¿Cuál igualdad?

La igualdad constituye un tema muy discutido en la teoría política, justamente porque se ha convertido en un dogma dentro del cúmulo de las creencias políticas del hombre contemporáneo. La igualdad se entiende de muchas maneras, al igual que los otros conceptos que hemos repasado. Pero partiendo de aquellas tradiciones de pensamiento que sustentan nuestras instituciones políticas, tal como hemos venido haciendo hasta ahora, la igualdad tiene un sentido muy específico: se trata de la igualdad ante la ley.

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1 Véase Manuel García-Pelayo, Idea de la Política, Fundación Manuel García-Pelayo, Caracas, 1999.

2 La expresión es producto de una traducción cuestionable del sintagma inglés public policy. En definitiva, lo que se quiere señalar son todas aquellas medidas, producto de una planificación racional, que el gobierno adopta para resolver un problema específico en su entorno social.

Details

Seiten
Jahr
2013
ISBN (eBook)
9783656865889
ISBN (Paperback)
9783656865896
Dateigröße
825 KB
Sprache
Spanisch
Erscheinungsdatum
2014 (Dezember)
Schlagworte
Teoría Política Introducción a la Política
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Titel: Curso de Política y Ética para el Ciudadano Venezolano